La suerte del destino ha otorgado al patrimonio musical griego el privilegio de haber conservado, por más de dos milenios, su sistema de notación musical, realidad minoritaria en otros legados culturales de la antigüedad. Este legado ha llegado acompañado de unas sesenta partituras que sonaban ante oyentes ávidos de melodías emocionantes. De éstas, algunas fueron compuestas para poner en música pasajes célebres de las obras de los grandes trágicos griegos. Uno era Eurípides.
Los griegos llamaban a la música “el arte de las musas”. Este concepto traspasaba fronteras y conseguía integrar diferentes artes en una misma expresión: literatura, canto, música instrumental, interpretación teatral, danza, historia. Esta capacidad de integración de los antiguos griegos tomaba forma precisamente en las tragedias, comedias y dramas satíricos.
Los venturosos eruditos de la Camerata Fiorentina hicieron un intento casi definitivo de rescatar el teatro griego partiendo de la premisa cantada. No iban tan errados en el punto de mira, puesto que se demuestra que el teatro clásico era en buena medida un dramma in musica. Y de ese cultivo nació la ópera.
La obra que tiene en sus manos se revela como otra tentativa, menos audaz pero sí centrada en la evidencia, de aproximarnos al papel que la música tuvo en las tragedias, sus protagonistas (autores del texto, compositores, cantores…) y las circunstancias que les rodearon. Con esta finalidad se han examinado y contextualizado una veintena de testigos, todos los cuales, salvo uno, escritos sobre papiro, que nos permiten saber aproximadamente cómo se escribía la música trágica y cómo sonaba.